30 años de democracia, o la antropofagia en la Africa Blanca y las guerras de mentirita


“No bombardeen Buenos Aires, no nos podemos defender”, cantaba Charly García. Era 1982. En esa época desglobalizada, todo aquí venía tarde y con un extraño delay: entonces pude recién ver aquel histórico concierto en 1983, en un programa de Juan Alberto Badía, por TV. Yo tenía 13 años. Y ya había pasado una guerra (o sea, ya tenía en mi ADN nacional y popular la primera guerra perdida). Meses después, la noche del 30 de octubre, fuimos con mis padres, y otros miles y miles más, a la calle San Martín. Acaso festejábamos respirar más puro. Parecía una reparación colectiva ante tanta desgracia y fracaso. Allí, esa noche, en cambio, había fervor, esperanza, alegría. Y mucha paz, bastante concordia. Hoy, recién ahora, sé que esa noche fue también la primera guerra ganada en la psicótica conformación de mi ADN argentino.
Hace unas semanas entrevisté a un importante empresario. Extranjero, claro. Tan extranjero que este “emprendedor” lleva invertido en el país 20 millones de dólares. Sus ahorros de una vida de negocios -más que exitosa- vinieron a parar aquí, entre nosotros. Dejamos para otra nota a los empresarios chatos, nacionales y locales, que no ponen un peso sino está el Estado de por medio. Entonces este francés me dijo que sus amigos y colegas ejecutivos, a la hora de saber de sus planes de inversión en Argentina, hace más de una década, lo miraron como si él hubiera enloquecido. A cambio, le recomendaban invertir, sí, pero en Chile o en Uruguay. Uno de ellos hasta le dijo lo que me impactó de esa entrevista. “¿Argentina? ¿La Africa blanca?”.
Esta tierra de antropófagos, y eso de comerse unos a otros, la “Africa blanca”, viene desde por lo menos la llegada del alemán Hans Staden, en la mitad del 1500, al Río de la Plata. Gracias a la democracia, y como si fuera una maldita o adecuada coincidencia, existe un libro con el relato de Staden por aquí, editado en Barcelona, llamado la “Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos”. Lo recomiendo, siempre.
Confieso que durante estos treinta años he sentido más sensualidad por esta clase de textos que por los escritos por Félix Luna o Felipe Pigna. Respeto a ambos. Respeto mucho más a Luna y casi nada a Pigna, abocado a “peronizar” este país desde antes que existiese ese coso llamado peronismo. Es más: confieso que a mí el peronismo no me hace mucha gracia. No lo entiendo. Lo creo más una playa de estacionamiento de Reñaca que una autopista brasilera o norteamericana. Pero lo respeto. Me lo como, como diría un buen antropófago. Aunque nunca espero nada muy bueno, hasta que por lo menos no me digan qué cosa y a qué se dedica el peronismo.
Eso es la democracia. O eso al menos es lo que lo que aprendí en tres décadas: tolerancia, respeto, disenso, diálogo constructivo. Pero algo de la “Africa blanca” anida en mí, seguro, porque a veces creo que el peronismo retrocede tres casilleros y por lo general nos hace perder ocho turnos en el juego del crecimiento como país en el mundo. Digo esto del peronismo porque, para ser brutal, en estas tres décadas de democracia sin interrupciones, este movimiento ha ocupado casi siempre el poder. Algo debe pasar, pienso, con el peronismo, y con nosotros: siempre parecemos un país a punto de arrancar, pero estamos sin nafta o sin agua o sin aceite, o con todo eso, pero como regulando marcha atrás. Parece que nos gusta, parece que nos convencen de cualquier cosa. Parece.
Celebro con alegría, profunda y sincera, estos 30 años de maravilloso disenso, de genial locura y de éxtasis interruptus. No defiendo a nadie, tampoco ataco a ninguno. Al final, desde esa noche del 30 de octubre de Alfonsín y somos la vida, somos la paz, hasta hoy, nada explica mejor el derrotero argentino que la poderosa y certera poética de Charly García. Vuelvo a cantar con él, me hago un poco el Charly García, y me ocupo de ponerle una pila de vida, acaso una esperanza, a los próximos 30 años. Para mí, aún estamos en pañales, con ese olor inconfundible, claro, y creciendo a los golpes, como adolescentes. Voy al epitafio de Frank Sinatra: “lo mejor está por venir”. Suficiente para pensar que estas tres décadas no pasarán tan en vano.
Esta nota fue publicada hoy, en Diario Jornada de Mendoza.

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