Cuando se murió Osvaldo Soriano

El último libro de Soriano que ubiqué en las gateras de mi biblioteca fue “Cuentos de los años felices”. Había olvidado su dedicatoria. Sabía que era un regalo de mis padres y sabía además que era extraño que eso hubiera sucedido. Decía la clase de cosas que en público a uno lo avergüenzan de sus padres. Terminaba con la firma de “tus reyes magos”. Hace un rato, cuando releí la imprenta azul, me emocioné.

Acabo de enterarme de la muerte de Soriano. Es un lamento que durante unos segundos deja la mente en blanco. Corro hasta la televisión. Está encendida. Paso tres, cuatro, diez canales. Abandono la habitación. Siento como una ingenua impotencia. Conocí a Soriano hace unos años. Fueron tres horas inolvidables. Siempre pienso en las horas que pasé con los muertos que dejan de vivir. Siempre digo que son inolvidables.

“Cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere, simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte, que no sabemos de qué lado nos encontramos…” (la primera página de “La invención de la soledad”, de Paul Auster).

Los libros y la panza de Soriano emocionan. Su estilo, más tarde, más temprano, se inscribe en la tradición, aunque para quien primero vive, después lee y recién escribe, Soriano ya es la tradición.

Era de San Lorenzo y vivía en la calle Iberlucea, en la República Popular de la Boca. Era y vivía de Carlos Gardel, lepera, Charly García, Miguel Angel Solá, Roberto Arlt, Raymond Chandler, Aníbal Troilo, Olmedo, Goyeneche, Jim Thompson, y principalmente de Manuel, su hijo.

Los dos primeros libros que recibí de mis padres ocurrieron en la infancia. En uno podía colorear. Consumí varias cajitas Fader en payasos, paisajes con sol y mar y montañas, elefantes trompitas y pelotas inflables. El otro libro, en cambio, era un cuento con ilustraciones. Mi mamá nos dormía con historias de dromedarios que mi hermana, un día cualquiera y no hace mucho, recordó en un relato exacto, hasta en sus detalles.

Años después quebré alguna clase de pacto: empecé a leer para escribir. Hasta el momento escribo peor de lo que leo. Pienso en lo que me dijo Soriano: “El escritor es un tipo que construye e imagina ficciones para simplificar la vida”.

Paul Auster perdió a su padre una mañana de enero, en 1979. Antes que ocurrieran otras cosas, antes que fuera demasiado tarde, empezó a escribir “La invención de la soledad”. Allí escribe acerca de la muerte de su padre, de cómo era su padre, de él y su padre, y finaliza con el profundo dormitar de Daniel, su único hijo. Luego de encontrar final para “La invención de la soledad”, Auster decidió convertirse en escritor. Tenía 32 años. Dentro de meses cumplirá 50.

Ayer manejaba por el Parque Cívico. Final de siesta, calor seudotropical, verano lento. Una paloma se sumó a mi camino. Seguí el degradé de su plumaje, las formas de sus alas, la posición reservada de sus patitas. Era la más linda entre el grupo de palomas que en solitario abandonaba al resto en su vuelo. Su sombra atravesó el tren delantero de mi coche, recorrió el capó y a la altura del parabrisas desapareció con rapidez e instinto, como un parpadeo.

A la noche, mientras bostezaba, seguía una estrella fugaz que se perdió en el balcón de un 6º D (o puede haber sido 6º E). Pensé en la paloma de la tarde. Pedí un par de deseos y tardé en dormirme.

“Comenzar con la muerte, desandar el camino hasta la vida y por fin regresar a la muerte”. Auster lo aclara de inmediato: “En otras palabras, la vanidad de intentar decir algo sobre alguien”.

Pienso que los padres son como estrellas fugaces y que entonces nuestros hijos son palomas sueltas en la naturaleza. Soriano estaría de acuerdo. Y me duermo, casi sin darme cuenta.

(Tinta Roja, publicado el 9 de febrero de 1997, El Altillo, Diario UNO Mendoza)


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